miércoles, 25 de agosto de 2010

Espacio y tiempo (segunda parte)

Había corrido como nunca.
El pasillo se había hecho demasiado largo para mi estado de forma física pese a sus escasos metros. Pero finalmente frente a la pantalla de la consola central, conseguía enfocar mis ojos hacia la información que en ella aparecía: “Alerta. Colisión inminente. Datos de navegación corruptos – Trayectoria errónea…”.
¿Un fallo técnico a estas alturas? No…
La compañía se encargaba por ley de supervisar todos los sistemas de a bordo antes de cada viaje, y de estirarlos y encogerlos contra natura para poner a prueba su resistencia al sabotaje informático o los cortocircuitos, entre otras mil posibilidades. Además, como decía Carl Sagan en su novela “Contact”, si la primera ley del gasto gubernamental es “Haz las cosas por duplicado, y dobla su precio”, ¿Por qué fabricar sólo una unidad de cada sistema? El caso es que una nave con un valor de más de 70 millones de dólares, de los de hoy en día, no se puede perder así como así; por eso los sistemas se construyen de manera que cada uno sea independiente pero esté enlazado con el resto. De este modo, si algo se rompe, se aísla el problema del resto de la infraestructura de la nave. Y cada pieza de este gigantesco reloj cuenta con un “gemelo” de emergencia, que entra en funcionamiento si el principal se avería.
Debía llegar a La Tierra en 65 días, pero ahora el CARONTE se dirigía a toda velocidad hacia el cinturón de asteroides exterior de Épsilon Eridani. Si “Alice” no me hubiera despertado, lo hubieran hecho los impactos de las rocas contra el casco. Fuegos artificiales de un 4 de julio en el espacio profundo por valor de 70 millones de dólares…
La evidencia se hacía terriblemente notoria: sólo alguien con los conocimientos necesarios y un motivo, podía ser el responsable del fatal contratiempo. Según pensaba en aquello, la columna vertebral se me comenzaba a helar. Las gotas de sudor parecían cavar zanjas al resbalar sobre la piel de mi frente y de mi espalda. El tiempo parecía haber entrado en letargo, y los segundos caían uno tras otro con una relativa y pasmosa lentitud.
Alguien se había encargado de sabotear convenientemente el sistema de programación de trayectoria, modificando la navegación automática, asegurándose de que no se pudiera deshacer el mal causado... Porque una trayectoria no se altera sola, tampoco por un fallo mecánico.
Y lo había hecho mientras yo dormía, esperando despertar ya en La Tierra, ese pedazo de inmundicia contaminada que flotaba en el centro del Sistema Solar, y al que no me quedaba más remedio que llamar “hogar”.
Me giré lentamente, esperando encontrar algo o a alguien tras de mi, mientras sujetaba el primer objeto contundente que había encontrado a mano: un termo metálico de café. Di un respingo y tomé una bocanada de aire súbitamente, para no encontrar nada a mis espaldas, mientras gritaba en plan bárbaro, blandiendo amenazantemente el termo de café por encima de mi cabeza. La mirada se perdía en aquel horizonte cilíndrico que era el pasillo de servicio, con sus dos hileras de luces de emergencia, que tenuemente iluminaban el camino a popa.




Con la duda de si el saboteador seguiría a bordo, me abalancé sobre la consola más cercana y activé los cierres de seguridad de todas las puertas. Ahora todas las estancias de la nave habían quedado cerradas a cal y canto, y protegidas por una nueva contraseña maestra que acababa de crear. Tras de mi, la exclusa anti-incendios comenzaba a operar y clausuraba la cabina, que ahora quedaba aislada del pasillo central por un portón de acero de varias pulgadas de grosor.
La improvisada seguridad que me había proporcionado el cierre total de todos los compartimentos, me permitió comenzar a trabajar en mejores condiciones.
“Veamos… El sabotaje no proviene del exterior, porque el firewall lo habría bloqueado…” – Pensé – “Cualquier intento de abordaje a esta velocidad es muy complicado, y de haberlo intentado alguien, se hubieran activado todas las alarmas, y los chicos de la patrulla fronteriza ya estarían aquí…” – La lista de opciones menguaba mientras el tiempo para escapar con vida de aquello también lo hacía – “No puedo perder el tiempo tratando de resolver esto a lo Sherlock Holmes… Intentaré reprogramar la ruta desde la consola del navegante…” – A tan sólo 12 minutos de asistir al último pase de la película de mi vida (eso dicen que te pasa cuando te llega la hora), mis dedos comenzaron a volar sobre el teclado.
Una opción tras otra, un protocolo de seguridad tras otro, una contraseña tras otra, por fin dieron paso al interfaz de navegación asistida. Cargué las librerías estelares, y pronto aparecieron ante mi nebulosas, con cientos de galaxias, miles de sistemas, millones de planetas y estrellas… Seleccioné las cartas de navegación de nuestro Sistema Solar y usé como punto de partida de la ruta corregida el dato de posicionamiento de mi baliza de localización. El origen, donde Dios quisiera que estuviera en ese momento; el destino, de nuevo, La Tierra. Pulsando "ENTER" sobre la bocina, como dicen en baloncesto, me alegré de la brutal sacudida que los retropropulsores causaron en toda la enorme estructura metálica. Microterminales portátiles, pads, una taza con el logotipo de los Miami Dolphins y algún objeto más volaron por los aires, y yo fui a parar un par de metros detrás al suelo, en el que aterricé sobre mi trasero. Había conseguido detener el inminente desastre a tiempo.
Inspiré y expiré profundamente durante algo menos de medio minuto, e inmediatamente me puse en pie más calmado, pero con el doble de mala leche que de costumbre. Había llegado la hora de armarse con el valor y lo que encontrara a mano, y salir a buscar al responsable de lo que me había interrumpido la siesta hacía unos 15 minutos…

miércoles, 4 de agosto de 2010

Espacio y tiempo (primera parte)

Como en una carrera de fondo, había que pensar en distribuir bien las fuerzas: no era una simple cuestión de físico, si no que también habría que jugar al ajedrez de las sorpresas en plena carrera.
Atravesaba lo más rápido que podía el pasillo central, agarrando con fuerza las dos o tres únicas cosas necesarias en mi huída... El pad de control remoto para el traslado de mapas estelares, coordenadas de atraque y demás archivos de la consola de navegación, una botella de gas para cebar el sistema de respiración asistida y la foto de ella. No necesitaría víveres, porque el vehículo de emergencia me mantendría con vida en estásis.
Haría unos pocos minutos que el ordenador central de la nave había interrumpido mi hipersueño por culpa de una señal de alarma. El cerebro cibernético, al que familiarmente llamaba Alice para crear la ilusión en mi mente de que charlaba con alguien de carne y hueso en aquel gigantesco pedazo de metal volante, había hecho sonar el despertador antes de la hora de llegada a La Tierra. Para eso aún faltaban 65 días...
Tiene gracia que un cerebro artificial de los más eficaces y complejos jamás creados por el hombre para ayudarle a recorrer el espacio, no garantizara la suficiente seguridad contra un sabotaje.
Lo más curioso del caso es que a bordo del carguero estelar CARONTE, serie AL 1 Clase "E", número de matrícula 2253 UNIC, la tripulación humana se reducía a un solo miembro... YO.
Había abierto los ojos con una sensación entre la resaca y un jet lag.
"Atención: emergencia a bordo. Datos de trayectoria incorrectos. Peligro de colisión en 15 minutos." - repetía Alice. El mensaje se convertía en la extraña canción de primera hora de la mañana de un radiodespertador de 35 millones de dólares. La sensación de atontamiento se diluiría al cabo de 5 minutos, y eso era lo único cierto que conocía en ese momento casi febril, en el que no recordaba ni mi nombre.


"¿Qué?" - un monosílabo se convertía en la palabra con más significados e interpretaciones de todo el diccionario en una décima de segundo. Me llevé la mano a la frente, como mi madre hacía cuando era pequeño para tomarme la temperatura, pero enseguida comprendí que no estaba enfermo.
La sensación de un despertar súbito, no programado por las máquinas, provocaba una situación de inadaptación momentánea y de desorientación en los navegantes a la que uno nunca acababa de acostumbrarse.
Tras dar tumbos por la sala de sueño en suspensión intentando ponerme los pantalones, igual que tumbos daban varios pensamientos chocando dentro de mi cabeza contra las paredes de mi cerebro, introduje mi clave de oficial en la consola numérica de la puerta, tomé una bocanada profunda de aire, levanté la cabeza y corrí hacia proa: parecía que alguien hubiera dado la salida de la final olímpica de los 100 m. lisos.
Aquella nave (un carguero de mineral capaz de albergar en sus entrañas 100.000 toneladas de peso), tenía una estructura muy simple y funcional, basada en dos cubiertas: la de navegación y la de carga. Como si de una gigantesca raspa de pescado se tratase, en su parte anterior alojaba el puente a dos alturas; arriba los puestos de piloto, navegante radiooperador y capitán, y debajo de una antesala a la que se descendía por una escalerilla metálica, en la que se encontraba la compuerta principal de acceso a la nave y los compartimentos de material auxiliar, piezas, herramientas, trajes de vacío...
Desde esta sala, partía hacia popa un larguísimo pasillo, que recordaba a los túneles de los ferrocarriles suburbanos del siglo XX. La poca iluminación de emergencia distribuida longitudinalmente a ambos lados de éste, no ayudaba a advertir dónde terminaba. Y tras el largo corredor, una compuerta de seguridad daba acceso al bloque de carga, que ningún tripulante solía pisar nunca en sus viajes, salvo por causa de algún episodio sexual improvisado o por las ganas de fumar o estar solo.
A ambos lados del pasillo, estribor y babor, unas pocas salas, más cerca de proa que de popa. Las 4 estancias albergaban una sala de recreo (para comer, disfrutar de los videojuegos o algunas películas y charlar), los lavabos y duchas, la sala de descanso y la sala de hipersueño (con 6 cabinas de estásis dispuestas como féretros en semicírculo para las travesías de larga duración).
Además, un vehículo de rescate muy pequeño, con menor autonomía de vuelo, se encontraba anexado a la parte posterior del conjunto, bajo las 100.000 toneladas. Allí donde el pasillo acababa, se encontraban la compuerta de seguridad de acceso al bloque de carga, y una trampilla cuadrada en el suelo, por la que entrar en el "bote salvavidas" si fuera necesario... Y lo era.